La vergüenza que pasé aquel día
Desde primera hora de la tarde, el teléfono no había parado
de sonar. Familia y amigos me preguntaban acerca de lo ocurrido. La información
me llegaba con cuenta gotas. Una absurda chiquillada, estaba a punto de
costarle la audición de un oído al hijo de un primo que contaba con solo 14
años y que, estúpidamente, en esos juegos irracionales que a veces tienen los adolescente,
algún compañero, le había introducido la punta de un lápiz en el oído y el
riesgo de perderlo era muy alto.
Desde el hospital, me fueron informando de los acontecimientos,
y yo los iba trasmitiendo a cuantos me llamaban. El muchacho gozaba de la simpatía
de toda la familia e incluso de mucha gente que le había conocido y disfrutado
de su buen sentido del humor.
Cuando pude dejar mi trabajo, me acerqué al hospital y allí,
nos juntamos como familia calorra, la tribu entera. Estábamos a la espera de que entrara
en quirófano. Así pasaron las horas hasta que, pasadas las doce de la noche,
fue operado. A los treinta minutos nos
informaron que todo había salido bien, y que el tímpano, no había sido afectado. Eran
casi las dos de la mañana cuando ya no quedaba nadie de los nuestros por los
pasillos y la gente dormía, o lo intentaba, en las habitaciones, solos, o en compañía
de sus familiares. El ultimo en estar por allí era yo, o al menos eso era lo
que pensaba.
Nunca bebo Coca Cola, pero esa noche me tomé unas cuantas, y como único alimento
patatas fritas de bolsa. El estómago me bullía,
parecía que me hubiera comido un montón de piedras volcánicas. Me despedí de mi
primo y de su mujer en la propia habitación dejando dormido al muchacho en su cama,
y salí a los pasillos que, en penumbra, conducían al vestíbulo donde iba a
tomar el ascensor para salir a la calle. El silencio era completo. Mi estomagó hervía.
La semioscuridad me invitaba para que, amparándome en ella pusiera fin con
apremio a tanto retortijón. Mientras caminaba de prisa por los pasillos, iba
evaluado la conveniencia o no de realizar la descarga aliviadora en este lugar,
o al alcanzar el vestíbulo. Decidí esto último y, tras entrar en él como si tuviera
un cohete en el culo, solté un enorme y sonoro pedo que, duró al menos quince
segundo y cambio tres veces de melodía. Al finalizar, un espantoso olor a gas
lo cubrió todo, y tras de mí, se oyó un grito espantado de mujer, que dijo: ¡So cerdo!
Avergonzado, me volví incrédulo de que allí hubiera alguien,
y comprobé como, nariz en mano, aquella pobre señora salía corriendo mientras
gritaba ahogada ¡Que peste, por dios!
Muy bueno. Vaya momentazo!
ResponderEliminarMe perdí los vuestros y con ellos las risas...
EliminarMuy gráfico al final sobre todo. O muy sonoro. Espero que se repusiera el accidentado. Saludos.
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