jueves, 19 de marzo de 2020

Jarrison o la fuerza de caos

Cap 1: De como conocí al muy sabio profesor Sabor Lindsacar.

Toda la movida empezó un día en el mesón de las Cuevas del Murciélago de Chinchón. Había ido allí a comer con un coleguilla de la mili al que me había encontrado por la mañana en la calle Bravo Murillo. El tío, al que en el campo de concentración de Cerro Muriano se le conocía por “el Orejas”, fue el que me puso el mote de Jarrison al verme un día haciendo con el cetme las posturitas de los hombres de Harrelson delante del espejo del baño. Enseguida nos pusimos a rajar recordando las típicas viejas historias de cenutrios sargentos chusqueros y pobres reclutas pringaos víctimas de novatadas y esas cosas, mientras su buga entorpecía el tráfico como está mandao, parado en doble fila delante de saneamientos Cervera.
Yo tenía que ir a intentar cobrar una factura a un ferretero moroso de Ciempozuelos. Trabajillos extra que de cuando en cuando me pasaba un amiguete que curraba para los del Cobrador del Frac y con los que me sacaba algunas perrillas. Así que el Orejas se ofreció a llevarme en su flamante Clío GTI que tronaba que te cagas, ya que él tenía que acercarse a la prisión de Aranjuez a no sé que pollas y le pillaba de paso. Era de ese tipo de gente que habla sin parar de sus cosas y no te deja meter baza. Salimos de allí haciendo ruedas y todo el puto camino se lo pasó dándome la vara con lo bien que le iban los negocios, todos sucios por supuesto, en los que andaba metido. Entre acelerones y frenazos llegamos a la susodicha ferretería de Ciempozuelos. Aquello tenía el aspecto de un cerrado por defunción como la copa de un pino. No había rastro del ferretero ni de la madre que lo parió, así que mi colega decidió que lo mejor que podíamos hacer era meternos entre pecho y espalda un revoltijo de matanza en Chinchón. Yo andaba escaso de monetario, motivo por el cual inicié una maniobra de evasión buscando excusas que llevarme a la boca, pero no hizo falta, ya que generosamente añadió que me invitaba él para celebrar nuestro encuentro, y no soy yo de los que desdeñan una invitación, sobre todo si es a comer.
Llegamos a Chinchón porque Dios lo quiso o porque no fue capaz de evitarlo a pesar de los esfuerzos del orejas porque nos matáramos, pues aseguraba que la mejor manera de entrar en una curva es acelerando a tope, y curvas tiene esa jodía carretera lo que no está en los escritos.
Fuimos a la Cuevas del Murciélago que casualmente estaba lleno de viejos científicos medio locos porque había un congreso de inventores o algo así. El Orejas pidió todo lo que le vino en gana y le pareció bien. Yo me relamía ante la perspectiva de ponerme hasta las trancas y de balde.

Durante la comida, por decir algo interesante de mi vida que compensara sus historias de exitoso negociante, le dije que era detective y que estaba metido en investigaciones, espionajes y esas cosas. Este tipo de mentiras son muy socorridas para conversaciones con gente a la que no esperas volver a ver en la puta vida, e incluso, si tu contrincante es del sexo deseado para prácticas sexuales puedes pillar cacho a poco que le aprietes la dosis de alcohol o de algún otro producto similar que merme sus defensas.

Cuando nos hubimos comido y bebido todo lo que fuimos capaces, y he de reconocer que no era poco, el pibe dijo que se había dejado la cartera en el buga y se fue a por ella para pagar con la American Express. Mientras yo, como un gilipollas, tranquilamente me trepanaba los dientes y las caries de las muelas con los palillos de rigor en toda buena sobremesa y pedía los cafeses. Como es natural del Orejas nunca más se supo. Ni American Express ni pollas en vinagre, se abrió de allí como alma que lleva el diablo, dejándome con cara de pardillo.

Al percatarme de la situación en la que me encontraba, siendo el responsable civil subsidiario de lo que suponía iba a ser una más que abultada cuenta a la que no tenía la más mínima posibilidad de hacer frente, y tras tomarme los dos cafés, que tampoco era cosa de echarlos a perder, intenté abrirme yo también haciendo como que iba al servicio, pero el camarero, que era conocedor de esas artes me placó hábilmente y me montó un pollo de mucho cuidao. Ya estaban vapuleándome convenientemente entre varios fornidos empleados del local, de variopintas nacionalidades, cuando uno de los viejos sabios, que salía de mear, intervino en mi defensa y dijo que yo estaba con ellos y que mi cuenta la pagaba la asociación que había organizado esa especie de congreso. Se lo agradecí sobremanera y me invitó a sentarme a su mesa. En realidad su invitación no era del todo desinteresada. El hombre me había oído alardear de ser detective, espía y esas cosas, y quería hacerme un encargo, y mira, si el tipo que te paga las deudas quiere que seas detective o espía del cagebé pues eres espía del cagebé, o de la puta que los parió, así que yo, mientras me encendía un puro del siete largo que no sé como coño llegó a mis manos, le dije que sí a todo.

Era un tipo peculiar. Se llamaba profesor Sabor Lindsacar. Era húngaro y hablaba español con el culo a pesar de llevar viviendo en Madrid desde la invasión de su país por los tanques del Pacto de Varsovia. Osea un porrón de años. Tenía un extraño aspecto mitad sabio loco y mitad borracho de taberna inmunda. Calzaba unos horrorosos pantalones a cuadros y lucía con orgullo una chaqueta que parecía de presentador de circo, con bordados plateados en las mangas a modo de las puñetas de los magistrados. Luego descubrí que no eran hilos de plata sino los rastros secos del moquillo que dejaba al limpiarse mecánicamente en ellas su horrible bigote siempre húmedo por el goteo de su enorme nariz amoratada y llena de venillas, naríz y bigote que dicho sea de paso, parecían talmente una berenjena de Almagro con anchoa.

Me encantan las berenjenas con anchoa que venden en los puestos callejeros de las ferias. Las sacan de esos enormes tarros de barro donde nadan en un líquido rojizo y te las dan en un cacho de papel de estraza chorreando por los cuatro costados. Tengo comidas millares de ellas y creo ostentar el record Guiness de zampamiento de berenjena de una sentá. Fue una aciaga tarde de fútbol junto al estadio del Atleti. Me trajiné no menos de treinta de ellas con una docenita de botellines de Mahou. Luego, en el último minuto de un soporífero partido nos metieron un gol en clamoroso fuera de juego que nos mandaba a segunda sin remisión. Del disgusto se me revinieron las jodías berenjenas y no quieras saber como las pasé. Ni salir podía del tigre. No sé si serían de Almagro, pero para mí que estaban algo pasadillas las muy cabronas.
Bueno, a lo que iba: El menda me contó una historia alucinante que te cagas. Llevaba años investigando en el tema de la telepatía con la intención de fabricar una máquina orgánica para transmitir el pensamiento, pero no cosechaba sino fracaso tras fracaso. Entonces, casi por casualidad descubrió una forma de extraer y descodificar las imágenes almacenadas en los cerebros y verlas en el ordenador. El hombre se dedicaba a coger cerebros de los que tienen conservados en formol en los institutos anatómico forenses, facultades de medicina y sitios tenebrosos varios para, una vez loncheados con una cortadora de fiambres, extraer los recuerdos visuales de los difuntos e ir guardándolos como archivos JPG en su ordenador.
El caso es que en uno de los cerebros, perteneciente a un vagabundo asesinado en Madrid en 1898, había encontrado imágenes de naves espaciales, aviones, ordenadores y cosas del futuro, lo cual no tenía explicación científica posible. Así que quería que yo investigara en archivos policiales o judiciales quien era ese vagabundo para ver si podía aclararse el porqué de esas imágenes en su memoria.
Me dio su tarjeta, una preciosidad en la que había hecho imprimir una escandalosa lista de cargos y honores científicos a cual más gradilocuente, y seguramente falso, y me pidió la mía para mandarme una fotocopia del dossier, pero como yo la única tarjeta que tengo es la del club Dia% Autoservicio Descuento, le apunté mi teléfono y mi dirección en un cacho de servilleta que se guardó arrugada en el bolsillo de la chaqueta.
Intenté hablar con él de mis honorarios como había visto hacer a los detectives de las pelis. No sé, decirle que me adelantara una cantidad para mis gastos y esas cosas y apalabrar el coste diario de mis servicios, pero en el momento en que saqué el tema el tío se hizo el longuis y se unió al coro de sabios borrachos que vaso de vino en alto cantaban una incomprensible canción que al parecer era el himno oficial de la Sociedad Internacional de la Ciencia Libre, que era la que había organizado aquella especie de congreso científico que iba adquiriendo por momentos tintes de orgía, ya que estaban casi todos borrachos como cubas hablando por los codos e intercambiándose sin pudor revistas cochinas en todos los idiomas.
Finalmente el profesor Lindsacar hubo de unirse de forma inapelable a la conga que sus compañeros de congreso habían organizado. Decliné elegantemente la amable invitación de unirme yo también a la misma y me abrí de allí. No es que no me gusten las congas, que me encantan, pero solamente si puedo apalancarme detrás de alguna moza con un buen nalgatorio repolludo, respingón y saltarín al que asirme y contra el que topar con descaro aprovechando los vaivenes de frenazos y arrancadas, y aquella reunión adolecía de mozas de dichas hechuras, al menos en aquel momento, porque según me contó posteriormente el sabio profesor, terminaron contratando a todo el staff del club de carretera "El Desmoñe" sito en el punto kilométrico 37,500 de la general que va de Morata de Tajuña a Aranjuez, hasta donde llegaron tras atravesar todo el noble pueblo de Chinchón sin dejar de bailar la conga, con el consiguiente escándalo entre los aborígenes del lugar. Y hay que hacer constar que dicho centro de esparcimiento dista no menos de una legua, al cambio más de tres kilómetros de reloj, de las Cuevas del Murciélago, motivo por el cual más de un vejete hubo de ser asistido por el servicio de urgencias, que a la sazón fue llamado por algún alma caritativa, debido a la lógica insuficiencia cardio-respiratoria aguda inducida, pasando incluso uno de ellos a mejor vida por la vía rápida, pero no por la mencionada insuficiencia, sino por una accidental contusión craneo-encefálica que, sin ánimo de lesionar en demasía, le propinaron los fornidos camilleros contra el dintel de su vehículo sanitario en el forcejeo por introducirle en él, ya que el buen hombre se negaba a abandonar el lugar aduciendo que ya tenía pedida la vez para un polvete con Susi la "percherona", mujerona de gran tamaño y muy bien ganada fama en la comarca por el mimo con que, precisamente, trabaja en su rama el tema de los miembros, con perdón de la expresión, del colectivo conocido como tercera edad. Y, en honor a la dureza del cráneo del infortunado sabio, hay que decir que el golpe no debió de ser de escasa monta precisamente, ya que, además de la ya mencionada defunción del individuo propietario de objeto golpeante, produjo, según reza el parte del siniestro, una abolladura de muy respetable tamaño en la chapa de la ambulancia.